Por Aldo Bombardiere Castro
Durante los últimos días hemos visto cómo algunos gobiernos occidentales, parsimoniosa y tardíamente, han empezado a plantear declaraciones de condena a Israel por el genocidio que perpetra en Gaza contra el pueblo palestino. España, Francia, Inglaterra y Canadá manifestaron, con mayor o menor énfasis, la extrema gravedad a la cual ha llegado la crisis humanitaria que padecen los gazatíes a manos del sionismo, así como la responsabilidad política y penal de Israel a la hora de provocar tal situación. Junto a ello, el discurso de la Alta representante de la Unión Europea, Kaja Kallas, ha expresado, por primera ocasión, su distancia con Israel, tildándolo de responsable del ataque a la delegación diplomática de observadores europeos de DDHH en Cisjordania. Por su parte, la ONU ha intensificado el tono y la periodicidad de sus declaraciones, exigiendo a los Estados implementar condenas a la entidad sionista y, prioritariamente, ir en ayuda de la población de Gaza. A su vez, el nuevo papa, León XIV, en línea con la postura de su predecesor Francisco, también exhortó a la protección de quienes se encuentran sufriendo en Gaza, abogando por el ingreso de ayuda humanitaria de manera urgente.
De forma paralela, los medios de comunicación han acusado recibo de aquel incipiente giro humanitario. Diarios como El País de España o cadenas como la BBC de Londres, France24 e incluso la Deutsche Welle, exponen imágenes, abren debates y presentan análisis tendientes a debilitar el cerco mediático que el lobby sionista logró imponer a nivel global, tornando cómplices, cuando no aliados, a casi la totalidad de las agencias informativas occidentales.
Así, tras 20 meses de genocidio, empezamos a escuchar, de modo creciente aunque paulatino y tardío, a dirigentes políticos profundamente preocupados por los 14 mil bebés de Gaza al borde de muerte por desnutrición, así como por otras decenas de miles de niños cada vez más próximos a integrar las cifras de los 55 mil palestinos asesinados hasta el momento (dicha cifra se basa en conteos preliminares y limitados a causa de la destrucción de instituciones médicas llevadas a cabo por el ejército sionista; en contraste, según la prestigiosa revista británica The Lancet, tan sólo hacia mediados del año pasado la cifra estimada ascenderían a 186 mil asesinados.
La situación, como lo fue la Nakba de 1948, es catastrófica. Israel no sólo continúa asediando a la Franja con un promedio de bombardeos de uno cada cinco minutos, sino también bloqueó el ingreso de camiones de ayuda humanitaria durante más de 80 días, tras haber destruido casi la totalidad de la infraestructura alimentaria e hídrica, así como la gran mayoría de la infraestructura médica y de rescate, sumado a escuelas, universidades y hasta tiendas de campaña. Hoy se estima que el 75% de las construcciones de Gaza están convertidas en ruinas.
Así, dada la crisis de extrema gravedad, la mayor parte de los 2,3 millones de palestinos que habitan Gaza, podrían estar contemplando sus últimos días. Sin embargo, los posibles sobrevivientes seguirán siendo asolados por el plan israelí de limpieza étnica, el cual, remontándose a 1948, está ad portas de encontrar su fase de desplazamiento forzado, la cual vendría a complementar, en cuanto consumación de la “solución final”, a la actual fase genocida. Con tal propósito, los gazatíes están siendo aglutinados en las inmediaciones de Rafah, al sur de la Franja. Las conversaciones entre EEUU y naciones árabes y africanas, entre ellas Arabia Saudí, Egipto y Ruanda, centrada en la recepción de palestinos desplazados, siguen siendo presentadas por los medios occidentales bajo la calificación de negociaciones de “evacuación humanitaria”, cuando realmente, según el Derecho Internacional, se trata de un momento de desplazamiento forzado, componente de un dilatado plan colonial y de limpieza étnica. Por cierto, estos hechos son constitutivos de los más graves crímenes de lesa humanidad estipulados en el conjunto de Convenciones que, desde 1945, integran el sistema de Derecho Humanitario Internacional.
Como se sabe, Israel está utilizando la hambruna masiva en calidad de arma de exterminio, bajo el irrisorio argumento de que Hamas, apropiándose de la ayuda humanitaria, la mantiene cautiva negándosela a la población. Pero incluso de esa burda falsedad, no se desprende en ningún caso la conclusión acerca de la expulsión forzada del pueblo palestino. Tampoco, por cierto, esto se encuentra relacionado con la falacia acerca del derecho de defensa de Israel, pues, además de que ninguna potencia ocupante cuenta con derecho de autodefensa, en ningún caso el desplazamiento forzado puede deducirse del discutible principio de guerra preventiva.
Europa
Este es el escenario que contemplan los líderes europeos. Escenario, por cierto, al cual ellos mismos han contribuido vergonzosamente al consolidar, gracias al blindaje diplomático y mediático a Israel, al mantenimiento de las relaciones comerciales y al incremento en las actividades de transporte, compra y envío de recursos armamentísticos. Sin embargo, no es este escenario el que motiva su actuar. Su repentino giro discursivo cuenta con otras causas.
En efecto, la cada vez más importante y sentida solidaridad de los pueblos europeos con Palestina, además de su carácter inquebrantable, expansivo y crecientemente informado y crítico acerca de la asimetría histórica entre una entidad colonial, como lo es Israel, y un pueblo en digna resistencia, como el palestino, le ha ido doblando la mano a algunos gobiernos occidentales. Dicha presión popular, ha forzado a Canadá, Francia, España e Inglaterra a cambiar sus discursos. Las concurridas marchas en apoyo a Palestina que se desarrollaron durante la semana pasada en ciudades tan relevantes como Londres, Madrid y La Haya, con toda la carga simbólica de esta última, pues la ciudad alberga a la Corte Internacional de Justicia y al Tribunal Penal Internacional, incrementan la visibilidad, la capacidad de movilización y, en definitiva, la denuncia del sionismo y el compromiso con el pueblo palestino, cuyo efecto tiende a poner en jaque a las democracias occidentales de corte liberal por su irrestricta complicidad con el genocidio.
Hasta el día de hoy, no obstante, los anuncios de estos países no han quedado evidenciado en la práctica. Al contrario, es muy probable que ninguno de ellos se implemente. Por ejemplo, en Inglaterra las sanciones inmediatas recayeron sobre un puñado de individuos israelíes, colonos en Cisjordania, quienes fueron sancionados con medidas económicas. Por su parte, en España, el procedimiento de implementación apunta a un lento trámite legislativo para suspender relaciones militares con Israel, en circunstancias que sólo dependería de un Decreto Real para hacer efectivas las sanciones. Estos dos ejemplos, revelan lo evidente: que los gobiernos occidentales, más que impedir el genocidio, tan sólo quieren impedir que su figura democrática, liberal y respetuosa de los Derechos Humanos, figure explícitamente como asociada a aquel.
Se trata de un fenómeno que, dada la histórica constitución colonial de Europa, porta la potencialidad de erosionar los cimientos ideológicos de las grandes naciones del continente, cuestión que, dentro de un contexto fuertemente identitario y xenófobo como el actual, resulta una amenaza de efectos inciertos. Pero esta amenaza sólo puede llegar a ser tal en la medida que la solidaridad humanitaria por el pueblo palestino pase a expresar un compromiso político con la resistencia como forma-de-vida de aquel pueblo. Esto último se ve lejano aún. Pero hay un indicio.
Como bien lo reconoció Netanyahu hace algunos días, los gobiernos de las potencias aliadas con Israel (los llamó “los amigos más leales”, pero sin nombrar a cuáles), supeditan el mantenimiento de su apoyo a un elemento clave: necesitan poner freno a la muerte de niños por desnutrición extrema. Los gobiernos occidentales saben que allí, en las imágenes del silencioso sufrimiento de los cuerpos infantiles, a los cuales le son exprimidas lenta y cruelmente cada gota de su alma, existe un potencial ya no sólo de resistencia, sino también de sublevación. Este elemento debe ser profundamente pensado por nuestros sectores transformadores de cara a las luchas porvenir.
Trump
La gira de Donald Trump por Asia central (esa zona geográfica que la cartografía occidentalista se empeña en llamar Medio Oriente) llegó a su fin durante la semana pasada. Si bien las expectativas de la opinión pública estadounidense e internacional acerca de posibles cambios significativos en la región eran considerables, su cumplimiento no llegó a consumarse.
Defraudando dichas expectativas, entre las escuetas declaraciones emitidas por Trump en relación con el genocidio que Israel perpetra contra el pueblo palestino en Gaza, se encuentran principalmente cuatro: 1) la positiva recepción del gesto realizado por Hamas a la hora de liberar a un rehén de nacionalidad estadounidense retenido desde la operación Diluvio de Al Aqsa; 2) la bullada presión ejercida sobre Netanyahu y su gobierno para que permita el ingreso de ayuda humanitaria, a mediano plazo administrada por agencias privadas estadounidenses; y 3) el reconocimiento de que los gazatíes están padeciendo un excesivo sufrimiento y, por lo mismo, la reafirmación del plan de “evacuación” (léase, desplazamiento forzado) y 4) el presunto acuerdo con los hutíes para evitar que continúen interrumpiendo el tránsito marítimo, asociado a Israel y EEUU, en dirección al Mar Rojo.
¿Cómo puede interpretarse la pusilanimidad de tales declaraciones a la sombra de la relevancia de lo esperado?
Para ello, se torna indispensable realizar una breve regresión.
Pocos días antes de emprender su vuelo a Arabia Saudí, primer país al cual visitó, el propio Trump había anunciado que daría grandes noticias, principalmente con respecto a la situación que ocurre en Gaza. No obstante, ya que Estados Unidos es el principal patrocinador económico y armamentístico de Israel y, a la vez, el más fiel promotor de su impunidad frente a las instituciones del Derecho Internacional, en realidad no podría esperarse otra cosa que la musitación de las palabras pronunciadas. Es más, considerando que EEUU no sólo cumple un rol de aliado fundamental de la entidad sionista, sino también que representa una piedra angular dentro de esa suerte de aparato global, de carácter colonial-tecnocapitalista, constituido por el sionista en cuanto sistema, haber esperado de Trump una declaración de cese al genocidio era, pese a nuestros deseos (o justamente debidos a ellos), una ingenuidad.
Si con la administración Biden, EEUU apoyó irrestrictamente a la entidad israelí, suministrándole miles de millones de dólares en armas y de manera irregular (saltándose los procedimientos competentes del Senado), además de operar acciones de blindaje, obstrucción, influencia y serias amenazas a miembros del Tribunal Penal Internacional, así como de la Corte Internacional de Justicia, para evitar, respectivamente, la promulgación de la orden de arresto contra Netanyahu y la exigencia de medidas preventivas acerca del genocidio sionista en Gaza, la administración de Trump, en contraste, ha mostrado un mayor compromiso con Israel.
Previamente a su gira por Asia Central, Trump había anunciado un plan para Gaza. En efecto, además de reafirmar inquebrantablemente, en caso de darse la posibilidad, el clásico ejercicio del derecho a veto en el Consejo de Seguridad de la ONU -gracias a su calidad de miembro permanente-, la Casa Blanca emitió dos señales. Primero: si Hamas mantiene su negativa a hacer entrega de todos los colonos sionistas retenidos en Gaza a partir del 7 de octubre de 2023, “verán abrirse las puertas del infierno”; esto daba cuenta de su plena alineación con Tel Aviv. Segundo: lejos de cualquier posibilidad de autodeterminación política y territorial del pueblo palestino, Trump ha insistido en hacer de Gaza una Riviera turística y un Singapur, dando curso a esos ya tan conocidos paraísos capitalistas y, por supuesta consecuencia, mejorando radicalmente la situación de sus habitantes (quienes, por cierto, no serían palestinos). El fuego del infierno, así, queda supeditado a la condición de la entrega de los colonos sionistas retenidos por Hamas; el frenesí del paraíso de capitalismo turístico, en contraste, Trump lo visualiza como un destino ya trazado. Uno y otro coinciden en el colonialismo sionista-capitalista: acelerar un presunto proceso civilizatorio contra la barbarie, afincado ya sea en la instrumentalización mítica de la religión (“la tierra prometida para un pueblo elegido”, el israelí), como en una idea de progreso cuyo núcleo es la ilimitada hiperproductividad tecno-capitalista (“destino manifiesto” encabezado por la gran América).
A todo lo anterior habría que agregar un ítem estrictamente mercantil. Como hace un par de años lo manifestara el propio Netanyahu ante la Asamblea General de la ONU, las reservas de gas descubiertas en el Levante Mediterráneo, especialmente frente a las costas de Gaza, recalca una vez más, el principio depredador y extractivista sobre el cual descansa el capitalismo y, en particular, el impulso destructivo inherente a tal modelo de producción. Hablamos de la colonización de los pueblos y la devastación de naturaleza con miras a exacerbar el insaciable impulso de acumulación capitalista. Tal factor no puede nunca dejarse de lado para entender por qué, justo ahora, a causa del 7 de octubre de 2023, y tras más de siete décadas de asesinatos masivos y selectivos, de desplazamiento forzado, de ocupación, de apartheid, de apropiación cultural, de usurpación e intento de borramiento sistemático del pueblo palestino, la actual fase genocida corresponde a un momento táctico al servicio de un prolongado y estructural plan estratégico de limpieza étnica.
Así, siguiendo a Maquiavelo, podríamos decir que la utilización genocida del Diluvio de Al Aqsa, necesario acto de resistencia contra la ocupación que implicó el asesinato de más de 1.100 colonos sionistas, se trataría de la instancia donde la fortuna debe ser capitalizada por la virtú: la táctica abre una ocasión para alcanzar la concreción de la prexistente estrategia. Desde esa lógica colonial adquiere mayor claridad el clivaje colonial gubernamental con que opera el sionismo: necropolítica para el pueblo palestino, esto es, política soberanista del sionismo acerca de a quienes hacer morir; biopolítica para la sociedad israelí, es decir, políticas de administración demográfica, distribución urbana, perímetros militarizados y una larga serie de mecanismos de control capaces de sentar las condiciones materiales para dejar vivir a los colonos sionistas en territorio ocupado y, con ello, controlar el territorio. El dispositivo colonial sionista, así, combina, cuan ejemplar neofascismo, aspectos míticos, gubernamentales y tecno-políticos. Una verdadera maquinaria de muerte y captura, con sus fieros engranajes.
Pueblos
Sin embargo, el fascismo sionista -tal cualquier otro fascismo- es incapaz de prever la potencia de los pueblos, en la que anida aquel inusitado salto de rebelión por el cual dichos pueblos han de zafarse del totalizante intento de captura fascista.
Si fuera exclusivamente por Trump, quien en su campaña enarboló dos promesas, la de terminar con las guerras a escala mundial cuanto antes y la de fortalecer aún más los lazos con Israel, el genocidio sionista contra los palestinos de Gaza se habría acelerado aún más. ¿Por qué no lo ha hecho? ¿Por qué Trump, ahora, presiona a Israel para que permita el ingreso de un mínimo de ayuda humanitaria? ¿Qué ha hecho vacilar a Trump en su discurso previo y posterior a su gira?
Existe una razón de peso idéntica a la europea. Porque junto al insoportable horror de aquellas macabras imágenes con que el genocidio suele anestesiar nuestra mirada y hacer vacilar nuestra subjetividad, ellas guardan la dignidad de la indignación, siempre a un paso de despertar. Por ello hoy, el porvenir de esa potencia de rebelión yace preservada gracias a la dignidad de la resistencia. Y la resistencia del pueblo palestino es el manantial que irriga la lucha de todos los pueblos del mundo. En el libre juego de espejos que las bombas y la hambruna ha hecho explotar en los huesos de los niños, también anida una potencia capaz de activar, incluso más que el llanto, la ira de quienes seguimos vivos, de quienes les sobrevivimos a los palestinos, quienes han restituido nuestra dignidad.
En efecto, según Netanyahu, los más fieles socios de Israel -léase EEUU y la UE– le están solicitando encarecidamente evitar su plan de exterminio por hambruna dada la repercusión que dichas imágenes podrían tener en la ciudadanía occidental. Justamente porque las imágenes de hambruna son más que imágenes, pues apuntan al más cruel, pausado y deshumanizante acto de tortura con que se puede someter al conjunto de una población. Adicionalmente, los registros de niños famélicos repercuten de una manera peculiarísima dentro de la sociedad occidental: ellas, incluso más allá de todo contexto, rememoran aquellas primeras grabaciones que se tuvieron de un genocidio: la crueldad nazi del Holocausto. Esto justificaría la preventiva ralentización del exterminio, al menos en el discurso, para, en su lugar, brindar un mínimo de ayuda humanitaria y, a largo plazo, lograr el desplazamiento forzado del pueblo palestino, tanto desde Gaza, primeramente, como de Cisjordania, de forma posterior.
La continuidad de las oleadas estudiantil en apoyo a Palestina, principalmente en ciertas universidades emblemática de EEUU y la solidaridad popular a escala planetaria, lenta pero creciente, no pueden carecer de efecto para Occidente. Trump sabe que, de acelerar drásticamente el genocidio hoy en día, la necesaria consecuencia de intensificación de la deriva represiva dentro de EEUU traerá conflictos que pueden hacerlo tambalear, principalmente gracias al aprovechamiento de los políticos demócratas, no en pro de Palestina, sino en nombre de las enmiendas constitucionales que garantizan el principio de la libertad de expresión vulnerado por Trump. Los gobiernos europeos, por otra parte, temen a sus pueblos debido al juicio que éstos podrían hacer respecto a su extrema esquizofrenia humanitaria: condenar a Rusia y blindar a Israel, todo en nombre de un mismo discurso que acomoda, niega y tergiversa el Derecho Internacional.
Tal cual hemos señalado, si bien los gobiernos occidentales no han tomado ninguna acción concreta de sanción a Israel, la constancia de los pueblos, tanto a nivel de manifestaciones populares, de involucramiento en movimientos que ejercen y promueven boicots económicos, diplomáticos, académicos, deportivos, armamentísticos, etc. (véase el movimiento BDS: boicots, desinversión y sanción), así como de conocimiento referido a la dimensión histórica de la ocupación colonial sionista, algo han provocado en los líderes occidentales: que deban empezar a reconocer las mentiras de sus palabras por medio de la complicidad de sus acciones.
Quienes nos dedicamos a leer y a escribir, sabemos acerca de la ineludible verdad que porta esta máxima: ya sea tarde o temprano, los hombres, contrarios a su voluntad, se verán juzgados por el tribunal que han de constituir sus propias palabras. Por ahora, hacer justicia ante esas palabras, es decir, cobrarle la palabra, sigue dependiendo de quienes no dejamos de escuchar el silencio de sus manos.
Por Aldo Bombardiere Castro
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