“Es increíble pensar en cómo los cuerpos son mercancía valiosa para ser traficada”

Con su estilo agudo y provocador, Nicolás Poblete regresa con La casa de las arañas, publicada por Editorial Cuarto Propio, una novela que aborda el oscuro capítulo del tráfico de guaguas en Chile. A través de Isa, una joven investigadora criminológica, la historia entreteje memoria, violencia de género y búsqueda identitaria en un relato inquietante que viaja entre el pasado dictatorial y el Chile contemporáneo.

Entrevista por Mariana Hales

Autor de títulos como No me ignores, Dame pan y llámame perro, Subterfugio, Succión y la aclamada Corral, Poblete vuelve a explorar las zonas más incómodas de la historia y la intimidad. “Con la maestría de quien sabe tejer una trampa, urde con estrategia esta historia de terror llena de realidad”, escribió Nona Fernández sobre esta obra. En la misma línea, Cherie Zalaquett —periodista clave en la denuncia del tráfico de lactantes en los noventa— la define como “una novela de factura literaria magistral sobre la red de tráfico de guaguas, robadas a madres solteras pobres, durante la dictadura”.

-Tu nueva novela, La casa de las arañas, aborda una temática brutal: el tráfico de guaguas durante la dictadura chilena. ¿Qué te impulsó a escribir sobre este oscuro episodio de nuestra historia reciente?

-Yo tengo una amiga que es una de estas guaguas. Aunque ya es una mujer adulta, su historia como guagua permanece, porque es algo que puede marcar tu vida de modo muy profundo, entonces eso te lleva a confrontar dilemas como el de naturaleza versus crianza y a cuestionarte muchas cosas, como el rol que juega la familia. También me inspiró rememorar la década de los noventa, que fue tan definitiva para nuestra sociedad, especialmente en el Chile de la transición.

-Isa, la protagonista, es una investigadora criminológica. ¿Por qué decidiste situar la narración desde su punto de vista?

-Hace unos años heredé un libro, “La psicología del crimen”, de Philip Feldman, publicado en los noventa. Leyéndolo capté que reflejaba lo que se había investigado hasta esa época y había aspectos medio arcaicos o ya superados hoy, a más de treinta años de su publicación. Ese fue el impulso para situar la narración en los noventa y en una tercera persona. Inventé la Facultad de Criminología y la Universidad Pontífice, que está inspirada en el Campus Oriente y su particular arquitectura como ex convento. El hecho de que la protagonista trabaje en criminología y comente sobre su trabajo de investigación intensifica el aspecto de thriller de la novela.

-Hay una estructura temporal muy cuidada en la novela, que alterna entre los años 70, los 90 y el presente. ¿Cómo fue el trabajo de reconstrucción histórica para dar verosimilitud a esos contextos?

-Es verdad. Yo viví los setenta, porque nací el 71. Tengo muchos recuerdos heredados de esa época, el ambiente era muy tenso, de mucho miedo y secretismo, que es lo que vemos a través de la niña y su madre paranoica. Luego la década de los 90 fue muy activa para mí y, más que marcar con noticias concretas de la época, quise homenajear ese escenario, principalmente urbano y social, de modo más subjetivo, porque quizá muchos han olvidado (y otros nunca conocieron) los teléfonos públicos con monedas, los primeros teléfonos celulares, las micros con los tickets de papel prepicado, el mundo pre-internet. Para mí los detalles son muy importantes en las narraciones, porque escribo con marcas sociales reales.

-Uno de los elementos más potentes de la novela es su coro de voces femeninas. ¿Por qué era importante para ti narrar esta historia desde las mujeres?

-Sí. Mi novela anterior, Corral, está construida por varios hombres como personajes principales y aquí no hay ningún hombre protagónico. Esta es una historia eminentemente femenina en el sentido más orgánico del cuerpo humano. El acto de parir, de sangrar, de amamantar. Son atributos de la mujer. Y, quizá lo más terrible que le puede ocurrir a un ser humano-mujer: el experimentar el robo de tu propia guagua. Aquí era necesario que hubiera un apoyo entre mujeres que forman una comunidad sin la asistencia de hombres.

-El cuerpo como archivo, el cuerpo como mercancía, el cuerpo como territorio de disputa. Son temas recurrentes en tu obra. ¿Cómo los trabajaste aquí?

-Tienes razón. El cuerpo es un archivo: en antropología y en criminología los huesos son evidencia, permiten indagar en el pasado, averiguar cómo fue la vida de esa persona, hasta cuáles eran sus hábitos alimenticios. Aquí también hay una mirada biopolítica en su faceta de control más siniestra: el tráfico de guaguas que viene a descubrir Isa, la protagonista de La casa de las arañas. Es increíble pensar en cómo los cuerpos son mercancía valiosa para ser traficada. Es cosa de pensar en el triste número que maneja la organización “Walk Free”. El 2021 reportaron 50 millones de personas viviendo bajo esclavitud.

-El personaje de Max/Marcela irrumpe con fuerza en la vida de Isa. ¿Qué representa esta figura dentro del relato?

-Max es aquella fuerza que a veces entra en nuestra vida para tambalearla, hacernos cuestionar nuestro lugar en el mundo. Es un gran impacto para Isa enfrentar este arquetipo de rebeldía, de delincuencia, que va absolutamente en contra de su ética y de su estética modosa y convencional. Max le abre los ojos y le permite ver la falsedad en la que se encuentra, partiendo por su trabajo, en el que es explotada y chantajeada, algo conocido en ciertos circuitos académicos. En el caso de Isa, la violencia es necesaria para que ella alcance la revelación.

-Faustina, la madre de Isa, es un personaje perturbador. ¿Cómo construiste esta figura materna tan compleja y contradictoria?

-Aunque se trata de un personaje muy complejo psicológicamente, es al que más cariño le tengo en esta novela. Faustina está muy perturbada y canaliza muchos discursos impuestos en la sociedad, como la religión. Ella tiene una mezcla de religión, ha leído mucho de esto, pero elabora su propia mitología a partir de este marco. Esto también es muy frecuente, gente que se dice creyente, católica, pero que adaptan a su manera los preceptos o los acomodan a su conveniencia, porque es muy difícil seguir todas las normas. Faustina es el personaje más fascinante por su discurso, que proyecta de modo delirante, trágico y hasta con pinceladas de involuntario humor.

-¿Qué papel cumplen las figuras masculinas en una novela tan marcada por voces femeninas?

-La figura del hombre aquí es negativa transversalmente. Solo tenemos a Mario Celestino, que es un don Juan. Él no es una mala persona, sino que es víctima de su sexualidad. No sabemos nada más de él salvo que es atractivo físicamente, muy seductor. Es, en palabras de Faustina, un “hombre-serpiente”. En la novela vemos que es posible una convivencia entre mujeres. Los hombres pasan a segundo plano. Pero también tenemos a la jefa de Isa, Antonia Candelaria, una mujer muy masculina en el peor sentido, un “pene sádico”. Su personaje permite hablar de aquellas mujeres que juegan con las reglas de los hombres y no dudan en explotarlas para sus beneficios. Aquí no hay sentido de “sororidad” en ella.

-¿Cómo dialoga esta novela con otras obras tuyas que también abordan el horror, como Corral o Succión?

Es verdad que el horror es transversal. Aunque todas son muy distintas (Corral juega con el gótico, Succión con el teatro) y están narradas en distintas personas y muestran personajes muy diferentes, el común denominador que permite un diálogo es el trabajo en las voces. Más allá de las tramas, siempre me interesa que los personajes, en algún momento, se expresen por sí mismos, en sus propias voces, para así comprenderlos más profundamente, separados de la mediación que hace el narrador.

-¿Cómo crees que la literatura puede aportar a la memoria histórica en Chile?

Creo que la literatura puede aportar muchísimo a la memoria histórica. De hecho, mi propia novela es una suerte de transfiguración de hechos históricos ocurridos en nuestro país y también una suerte de homenaje a los reportajes de Cherie Zalaquett, quien consiguió desbaratar una red de tráfico de guaguas a principios de los 90. Si piensas en las novelas de Carlos Droguett, como “Eloy”, “El compadre” o “Todas esas muertes”, hay recolecciones históricas, denuncias de casos concretos, metamorfoseadas literariamente…

Entrevista por Mariana Hales



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